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LA ILÍADA

prisa en venir, puede llevar á su bajel el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, el de tremolante casco.»

694 Así dijo. Estremecióse Antíloco al oirle, estuvo un buen rato sin poder hablar, llenáronse de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas no por esto descuidó de cumplir la orden de Menelao: entregó las armas á Laódoco, el eximio compañero que á su lado regía los solípedos caballos, echó á correr, y salió del combate, llorando, para dar al Pelida Aquiles la triste noticia.

702 No quisiste, oh Menelao, alumno de Jove, quedarte allí para socorrer á los fatigados compañeros de Antíloco; aunque los pilios echaban muy de menos á su jefe. Menelao les envió el divino Trasimedes; y volviendo á la carrera hacia el cadáver de Patroclo, se detuvo junto á los Ayaces, y les dijo:

708 «Ya he enviado á aquel á las veleras naves, para que se presente á Aquiles, el de los pies ligeros; pero no creo que Aquiles venga en seguida, por más airado que esté con el divino Héctor, porque sin armas no podrá combatir con los troyanos. Pensemos nosotros mismos cómo nos será más fácil sacar el cadáver y librarnos, en la lucha con los teucros, de la muerte y el destino.»

715 Respondióle el gran Ayax Telamonio: «Oportuno es cuanto dijiste, ínclito Menelao. Tú y Meriones introducíos prontamente, levantad el cadáver y sacadlo de la lid. Y nosotros dos, que tenemos igual ánimo, llevamos el mismo nombre y siempre hemos sostenido juntos el vivo combate, os seguiremos peleando á vuestra espalda con los teucros y el divino Héctor.»

722 Así dijo. Aquéllos cogieron al muerto y alzáronlo muy alto; y gritó el ejército teucro al ver que los aqueos levantaban el cadáver. Arremetieron los teucros como los perros que, adelantándose á los jóvenes cazadores, persiguen al jabalí herido: así como éstos corren detrás del jabalí y anhelan despedazarle, pero cuando el animal, fiado en su fuerza, se vuelve, retroceden y espantados se dispersan; del mismo modo, los teucros seguían en tropel y herían á los aqueos con las espadas y lanzas de doble filo, pero cuando los Ayaces volvieron la cara y se detuvieron, á todos se les mudó el color del semblante y ninguno osó adelantarse para disputarles el cadáver.

735 De tal manera ambos caudillos llevaban presurosos el cadáver desde la liza hacia las cóncavas naves. Tras ellos suscitóse feral combate: como el fuego que prende en una ciudad, se levanta de pronto y resplandece, y las casas se arruinan entre grandes llamas que el viento, enfurecido, mueve; de igual suerte, un horrísono tu-