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LA ILÍADA

las olas del mar se rompían en torno de ellas. Cuando llegaron á la fértil Troya, subieron todas á la playa donde las muchas naves de los mirmidones habían sido colocadas á ambos lados de la del veloz Aquiles. La veneranda madre se acercó al héroe, que suspiraba profundamente; y rompiendo el aire con agudos clamores abrazóle la cabeza, y en tono lastimero pronunció estas aladas palabras:

73 «¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me lo ocultes. Júpiter ha cumplido lo que tú, levantando las manos, le pediste: que los aqueos fueran acorralados junto á los navíos y padecieran vergonzosos desastres.»

78 Exhalando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros: «¡Madre mía! El Olímpico, efectivamente, lo ha cumplido; pero ¿qué placer puede producirme, habiendo muerto Patroclo, el fiel amigo á quien apreciaba sobre todos los compañeros y tanto como á mi propia cabeza? Lo he perdido, y Héctor, después de matarlo, le despojó de las armas prodigiosas, admirables, magníficas que los dioses regalaron á Peleo, como espléndido presente, el día en que te colocaron en el tálamo de un hombre mortal. Ojalá hubieras seguido habitando en el mar con las inmortales ninfas, y Peleo hubiese tomado esposa mortal. Mas no sucedió así, para que sea inmenso el dolor de tu alma cuando muera tu hijo, á quien ya no recibirás en tu casa, de vuelta de Troya; pues mi ánimo no me incita á vivir, ni á permanecer entre los hombres, si Héctor no pierde la vida, atravesado por mi lanza, y recibe de este modo la condigna pena por la muerte de Patroclo Menetíada.»

94 Respondióle Tetis, derramando lágrimas: «Breve será tu existencia, á juzgar por lo que dices; pues la muerte te aguarda así que Héctor perezca.»

97 Contestó muy afligido Aquiles, el de los pies ligeros: «Muera yo en el acto, ya que no pude socorrer al amigo cuando le mataron: ha perecido lejos de su país y sin tenerme al lado para que le librara de la desgracia. Ahora, puesto que no he de volver á la patria, ni he salvado á Patroclo ni á los muchos amigos que murieron á manos del divino Héctor, permanezco en las naves cual inútil peso de la tierra; siendo tal en la batalla como ninguno de los aqueos, de broncíneas lorigas, pues en la junta otros me superan. Ojalá pereciera la discordia para los dioses y para los hombres, y con ella la ira, que encruelece hasta al hombre sensato cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo. Así me irritó el rey de hombres Agamenón. Pero dejemos lo pasado, aunque afligidos, pues es