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LA ILÍADA

el vivo dolor que me precipitará al Orco: por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dió á luz y yo mismo.»

429 Así habló, llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécuba comenzó entre las troyanas el funeral lamento:

431 «¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué viviré después de padecer terribles penas y de haber muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo para mí y el baluarte de los troyanos y troyanas, que te saludaban como á un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos; pero ya la muerte y el hado te alcanzaron.»

437 Así dijo, llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún mensajero le llevó la noticia de que su marido se quedara fuera del muro; y en lo más hondo del alto palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado color. Había mandado á las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un trípode grande, para que Héctor se bañase en agua tibia al volver de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Minerva, la de los brillantes ojos, le había hecho sucumbir lejos del baño á manos de Aquiles. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo á las esclavas de hermosas trenzas:

450 «Venid, seguidme dos; voy á ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio amenaza á los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue á mis oídos! Pero mucho temo que el divino Aquiles haya separado de la ciudad á mi Héctor audaz, le persiga á él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes, sino que se adelantaba mucho y en bravura á nadie cedía.»

460 Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón; y dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó á la torre y á la multitud de gente que allí se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo: en seguida vió que los veloces caballos arrastraban cruelmente el cadáver de Héctor fuera de la ciudad, hacia las cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el alma. Arrancóse de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la dorada Venus le había