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CANTO VIGÉSIMO SEGUNDO

dioses nos concedieron vencer á ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, ó se atreverán á quedarse todavía á pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no le olvidaré, en tanto me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Orco se olvida á los muertos, aun allí me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos, cantando el peán, á las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria: matamos al divino Héctor, á quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un dios.»

395 Dijo; y para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y le ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó á los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado: la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía en el polvo; porque Júpiter la entregó entonces á los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.

405 Así la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que la excelsa Ilión fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias; y revolcándose en el lodo, les suplicaba á todos llamándoles por sus respectivos nombres:

416 «Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, vaya á las naves aqueas y ruegue á ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es á mí á quien ha causado más pesares. ¡Á cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa