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CANTO VIGÉSIMO CUARTO

432 Díjole á su vez el mensajero Argicida: «¡Oh anciano! Quieres tentarme porque soy más joven; pero no me persuadirás con tus ruegos á que acepte el regalo sin saberlo Aquiles. Le temo y me da mucho miedo defraudarle: no fuera que después se me siguiese algún daño. Pero te acompañaría cuidadosamente en una velera nave ó á pie, aunque fuese hasta la famosa Argos; y nadie osaría atacarte, despreciando al guía.»

440 Así habló el benéfico Mercurio; y subiendo al carro, recogió al instante el látigo y las riendas é infundió gran vigor á los corceles y mulos. Cuando llegaron al foso y á las torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban á preparar la cena, y el mensajero Argicida los adormeció á todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los cerrojos, é introdujo á Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron, por fin, á la alta tienda que los mirmidones habían construído para el rey con troncos de abeto, techándola con frondosas cañas que cortaron en la pradera: rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por una barra de abeto que quitaban ó ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquiles la descorría sin ayuda. Entonces el benéfico Mercurio abrió la puerta é introdujo al anciano y los presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo á Príamo:

460 «¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Mercurio; y mi padre me envió para que fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar á la presencia de Aquiles, pues sería indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida, y suplícale por su padre, por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, á fin de que conmuevas su corazón.»

468 Cuando esto hubo dicho, Mercurio se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro á tierra, dejó á Ideo para que cuidase de los caballos y mulos, y fué derecho á la tienda en que moraba Aquiles, caro á Júpiter. Hallóle solo—sus amigos estaban sentados aparte—y el héroe Automedonte y Álcimo, vástago de Marte, le servían; pues acababa de cenar; y si bien ya no comía ni bebía, aún la mesa continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, y acercándose á Aquiles, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte á tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar á un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria á otro varón y ha emigrado á país extraño; de igual manera asom-