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EL VIAJE

punto prorrumpió en aquella horrible cantinela que me era tan conocida:

Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto.

Á lo cual la tripulación entera contestaba en coro:

Son quince ¡yo—ho—hó! son quince ¡viva el rom!

Y á la tercera repetición del coro, empujó las barras del cabrestante al frente de ellos con gran brío.

Mas aun en aquel momento de excitación, ese canto lúgubre me trasladaba con la imaginación en un segundo, á mi vieja posada del “Almirante Benbow” en la cual oía de nuevo la voz de aquel Capitán sobresaliendo sobre el coro entero. Pero muy pronto el ancla estaba ya fuera y se la dejaba colgar, escurriendo junto á la proa. Pronto se izaron también las velas que comenzaron á hincharse suavemente con la brisa, y las costas y los buques empezaron á desfilar ante mis ojos de uno y otro lado, de tal manera que, antes de que hubiera ido á buscar en el sueño una hora de descanso, ya La Española había zarpado gentilmente, empezando su viaje hacía la Isla del Tesoro.

No es mi ánimo referir todos y cada uno de los detalles de ese viaje: básteme decir que fué en extremo próspero; que nuestra goleta dió pruebas de ser una buena y ligera embarcación; que los tripulantes eran, todos, marineros experimentados, y que el Capitán entendía muy bien lo que traía entre manos. Pero antes de que llegásemos cerca de las costas de la Isla del Tesoro, acontecieron dos ó tres cosas que es indispensable referir para la inteligencia de esta narración.