convencerme de que aquellos mismos que lo daban estaban arreglando tramas infernales contra nuestras vidas.
—¡Un aplauso más por el Capitán Smollet!, gritó Silver cuando el último hubo cesado.
Lo mismo que el anterior, este segundo aplauso parecía enteramente sincero y voluntario.
Apenas pasado esto los tres caballeros bajaron á la cámara y no pasó mucho rato sin que enviasen un recado diciendo que se necesitaba á Jim Hawkins en el salón.
Encontrélos á todos tres en torno de la mesa, con una botella de vino español y algunas uvas delante de ellos; el Doctor fumando fuerte y con la peluca puesta sobre sus rodillas, lo cual me constaba que era un signo de agitación en él. La ventanilla de popa estaba abierta porque la noche era bastante cálida, y podía verse perfectamente desde dentro el resplandor de la luna cintilando sobre la estela de nuestro buque.
—Ahora bien, Hawkins, díjome el Caballero, parece que tienes algo que decirme: habla ya.
Hícelo como se me mandaba y, sin alargarme demasiado, conté todos los detalles de la conversación de Silver. Ninguno trató de hacer la más pequeña interrupción hasta que todo lo hube dicho; ni ninguno tampoco hizo movimiento de ninguna especie, sino que todos tres mantuvieron sus ojos clavados en mi semblante desde el principio hasta el fin de mi narración.
—Siéntate, Jim, díjome el Doctor.
Hiciéronme lugar entonces á la mesa, junto á ellos, sirviéronme un vaso de vino y me pusieron en las manos un gran racimo de uvas; y todos tres, con un saludo cor-