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LA ISLA DEL TESORO

mapa como ancladero, como á un tercio de milla de las costas, de la isla principal, por un lado, y del Islote del Esqueleto por el otro. El fondo era arena pura. Cuando nuestra ancla se sumergió en el agua, se levantó una verdadera nube de aves acuáticas revoloteando y chillando sobre nuestras cabezas, lo mismo que sobre los árboles, pero un minuto después habían vuelto á sus nidos y todo había quedado de nuevo en el más completo silencio.

Nuestro fondeadero estaba enteramente rodeado de tierra, sepultado en medio de bosques por todos lados, cuyos árboles bajaban hasta la marca más alta de la pleamar; las playas eran casi enteramente llanas y allá, en una especie de anfiteatro distante; se divisaban las cimas de las montañas, una aquí, otra más allá. Dos riachuelos ó más bien dos pantanos, desaguaban en aquel que muy bien pudiéramos llamar estanque. En cuanto al follaje en torno de aquella parte de la playa, presentaba yo no sé qué especie de ponzoñoso brillo.

Desde á bordo no alcanzábamos á ver nada de la casa ó estacada que había allí, porque estaban demasiado ocultas entre la espesura de los árboles y á no haber sido por la carta que nos acompañaba hubiéramos podido creer muy bien que nosotros éramos los primeros que arrojábamos el ancla en aquel sitio desde que la isla brotó del fondo de las aguas.

No soplaba ni la más pequeña ráfaga de viento, ni se oía más sonido que el de la resaca tronando á media milla de distancia sobre las playas, contra las abruptas peñas de las costas. Sentíase un olor peculiar y desagradable, en donde estábamos anclados, olor como de hojas y troncos de árboles en putrefacción. Yo pude observar que el