inerme. Desde mi escondite de arbustos pude oir los resoplidos feroces de su respiración al sepultar su arma innoble en aquel cuerpo sin defensa.
Yo no sé hasta qué punto tendrá un hombre el derecho de desmayarse, pero si sé que por cierto tiempo, en aquel instante, me pareció que el mundo entero daba vueltas en derredor de mí, en un remolino nebuloso; Silver y los pájaros y el altísimo “Vigía” danzaban ante mis ojos en un torbellino, todos invertidos, mientras mil campanas diferentes, mezcladas con ecos distantes, repicaban furiosamente en mis oídos.
Cuando me hube recobrado un poco, el monstruo ya se había compuesto y organizado de nuevo, por decirlo así, con su sombrero sobre la cabeza y su muleta bajo el brazo. Junto á él yacía precisamente el cuerpo inmóvil é inanimado del pobre Tom, sobre la tierra, sin que su asesino se ocupara por eso en lo más mínimo, pues lo pude ver que, con una calma verdaderamente satánica, limpiaba en el césped la sangre de que estaba empapada la hoja de su puñal. Todo lo demás continuaba en el mismo estado, sin el menor cambio: el sol radiando despiadadamente sobre el marjal que vaporizaba y sobre el alto pico de la montaña. Y á mí me parecía imposible persuadirme de que un asesinato se acababa de cometer allí, delante de mis ojos, que una vida humana había sido brutalmente segada en mi presencia misma.
Ví luego á John Silver llevarse la mano á la bolsa, sacar un silbato y hacer vibrar varias veces sus moduladas notas que volaron á través de la atmósfera caliginosa. No me era posible, por de contado, explicarme la significación de aquella señal, pero sí me dí cuenta de que con ella se