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LA ISLA DEL TESORO

quiero decir es que si me daría, por ejemplo, un buen millar de libras esterlinas, contantes y sonantes, que es tanto cuanto puede apetecer para ser dichoso un hombre como yo. ¿Qué dices tú?

—Pues digo que estoy seguro de que sí lo haría, le respondí yo. Tal como venían las cosas todos los expedicionarios estábamos llamados á dividirnos la hucha.

—¿Y me dará también un pasaje á Inglaterra?, añadió con una mirada recelosa y desconfiada.

—¿Pues cómo no?, le dije. El Sr. de Trelawney es un hombre de honor. Y además de esto, ¿no ve Vd. que si con su auxilio logramos desembarazarnos de los otros, necesitaríamos de Vd. sin remedio para ayudarnos á maniobrar el buque?

—¡Ah! ¡pues es verdad!, replicó Ben Gunn. ¡Yo les sería indispensable!

Y con esto pareció como aliviado de un gran peso.

—Ahora, prosiguió, voy á contarte cómo pasaron los sucesos, ni más ni menos. Yo estaba á bordo del buque de Flint cuando éste sepultó aquí su tesoro. Él se vino á tierra con seis hombres, grandes, fuertes. Permanecieron aquí cerca de una semana, y nosotros, entre tanto, allá afuera... esperando... anclados en el fondeadero, en su viejo buque el Walrus. Un hermoso día, vimos por fin la señal esperada. Flint venía por sí solo... solo enteramente en su pequeño bote, con su cabeza vendada con una banda azul... El sol comenzaba á levantarse y él aparecía pálido... pálido como un muerto junto al tajamar... ¡Pero allí estaba, eso sí! En cuanto á los otros seis... ¡todos muertos! ¡muertos y enterrados!...