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LA ISLA DEL TESORO

menudeaban como granizos y á cada instante se dejaban oir tales explosiones de ira, que me pareció indudable que aquello iba á concluir á golpes. Sin embargo, una y otra de esas explosiones pasaron sin ir á más; las voces tornaban á gruñir en tono más bajo por algún rato, hasta que se presentaba la próxima crisis y pasaba, como las precedentes, sin resultados.

Allá, sobre la playa, distinguíase aún el resplandor de la gran hoguera del campamento, brillando vigorosa á través de los árboles de la playa. Alguien de entre los piratas estaba cantando una vieja y monótona canción marina, con un suspiro y un gorjeo al final de cada verso y, á lo que parecía, sin terminación posible, sino era la de la paciencia del cantador. Más de una vez durante la travesía oí esa misma cantinela, de la cual recordaba estos dos versos:

No tornó á bordo sino un hombre vivo,
Cuando eran, al zarpar, setenta y cinco.

Parecióme aquel un estribillo muy dolorosamente adecuado á una tripulación como la nuestra que acababa de sufrir pérdidas tan crueles en la mañana misma de ese día. Pero, á la verdad, lo que yo ví por mí mismo me confirmó en la idea de que aquellos filibusteros eran tan insensibles como el mar sobre que navegaban.

La ráfaga de brisa que yo esperaba llegó al fin; la goleta se ladeó un poco y se acercó más á mí, en medio de la oscuridad. Una vez más sentí que la guindaleza se aflojaba en mi mano y con un bueno aunque penoso esfuerzo corté las últimas fibras que aún sujetaban á La Española.

La acción de la brisa sobre mi navichuelo era casi im-