Apenas me había sido dable encaramarme en el bauprés cuando el ondulante foque aleteó, por decirlo así, cargándose sobre la otra amura con un ruido semejante á un cañonazo. La goleta se estremeció hasta la quilla con aquella vuelta formidable, pero un momento después las otras velas, que aún continuaban empujando, hicieron retroceder al foque á su lugar anterior y ya entonces quedó suspenso é inmóvil.
En esos movimientos casi me ví zabullir dentro del agua, pero á la sazón ya no perdí tiempo y me arrastré para atrás ó más bien me deslicé por el bauprés hacia cubierta, en la cual caí como llovido del cielo, con el rostro hacia el océano.
Me encontré á sotavento del castillo de proa, y la vela mayor que continuaba todavía henchida, me ocultaba una buena parte de la cubierta á popa. No ví un alma por todo aquello. Las tarimas, que no habían sido lavadas desde que estalló la rebelión, enseñaban las huellas de numerosas pisadas y una botella, rota por el cuello, rodaba de aquí para allá, al vaivén del buque, como si fuera una cosa viva.