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LA ISLA DEL TESORO

liente corría copiosamente sobre el pecho y la espalda. En el lugar en que la daga me había clavado al mástil, la sentía yo arder como si fuera un hierro candente. Y sin embargo, por grande que fuese ese sufrimiento no era él lo que más me acongojaba, pareciéndome que podría muy bien sufrirlo sin quejarme: lo que me enloquecía era el horror que me inspiraba la idea de que podía de un momento á otro desprenderme del bao y caer en el agua, todavía mal sosegada, junto al cadáver del timonel.

Me así al mástil con ambas manos, con tal fuerza que las uñas me punzaban, y cerré los ojos como para no ver el peligro que corría. Gradualmente, empero, mi ánimo volvió, mis pulsos agitados se aquietaron un poco y una vez más me sentí en posesión de mí mismo.

Mi primer pensamiento fué sacar la daga, pero ó estaba muy adherida, ó mi fuerza no era suficiente, por lo cual desistí con un violento estremecimiento. ¡Cosa extraña! aquel estremecimiento hizo lo que yo no pude hacer. El puñal, en resumidas cuentas, había venido muy á punto de errar el golpe; tan á punto que apenas me había cogido la piel, por lo cual la convulsión aquella bastó para sacar el arma de la herida. La sangre se escapaba más de prisa, esto era evidente, pero en cambio yo era de nuevo dueño de mí mismo y sólo quedaba clavado al mástil por el saco y la camisa.

Con una sacudida violenta desprendí estos últimos y acto continuo bajé sobre cubierta por los obenques de estribor. Por nada en el mundo me habría atrevido, conmovido como estaba, á bajar por los mismos obenques por donde subí, desde los cuales Hands había caído directamente al agua.