—Tom tiene razón, avanzó uno.
—Creo que he tenido, más largo tiempo del regular, á un hombre solo por espantajo, aventuró otro. ¡Lléveme el demonio si un cojo como Vd., John Silver, mete miedo á un hombre cabal como yo soy!
—¿Sería que alguno de Vds., caballeros, siente ganas de saber por sí mismo quién es John Silver?...
El cocinero bramó más bien que dijo esas palabras, saltando de sobre el barrilete de cognac en que estaba sentado, avanzando bastante hacia el grupo de los piratas y sin soltar su pipa que brillaba aún encendida en su mano derecha. Y sin hacer pausa alguna prosiguió:
—¡Pues me parece muy bien! No más sáquese un paso al frente el que quiera, y diga lo que se le ofrece, que me figuro que ninguno es mudo. No tiene más que pedir; yo doy lo que se me demande. ¿Con todos los años que tengo, había de venir ahora un botarate, hijo de algún ladrón de agua-dulce á calarse el sombrero de través en mi presencia, como término á mi historia? ¡Por el santísimo infierno que se equivoca! Pero que haga la prueba el más gallito... ¡ya sabe el modo! Todos Vds. son “caballeros de la fortuna,” según Vds. mismos... ¡Pues á la obra! ¡aquí estoy listo! Desencamise el cuchillo el que sea hombre para ello y por mi patrón Satanás que antes de que esta pipa se acabe ya habré visto el color y el tamaño de su asadura!...
Ninguno de aquellos hombres se movió, ninguno murmuró una palabra. Entonces él añadió volviendo la pipa á la boca.
—¡Ah! ¡gallinas!... ¡eso es lo que son Vds.! ¡De veras que es una gloria el ver ese montón de poltrones!