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LA ISLA DEL TESORO

te de ellas, juramentos é insolencias proferidos por el Capitán.

—¡Nó, nó, nó nó! le oí proferir, nó! y concluyamos de una vez!” Y después añadió: si hay que ahorcar, ahorcarlos á todos: y basta!

Luego, de una manera repentina, todo se volvió una tremenda explosión de juramentos y otros ruidos temerosos. La silla y la mesa rodaron en masa, siguióse un chischás de aceros que se chocaban y luego un grito de dolor: en ese mismo instante pude ver á Black Dog en plena fuga y al Capitán persiguiéndole encarnizadamente: ambos con sus cuchillas desenvainadas y el primero de ellos, manando sangre abundantemente de su hombro izquierdo. Precisamente al llegar á la puerta, el Capitán descargó sobre el fugitivo una última y tremenda cuchillada con la cual sin duda alguna lo habría abierto hasta la espina, si no hubiera tropezado su arma con la enseña de nuestra posada que fué la que recibió el golpe, cuya señal es fácil ver, todavía hoy, en el marco de nuestro “Almirante Benbow” hacia la parte de abajo.

Aquel mandoble fué el último de la riña. Una vez afuera ya, y sobre el camino público, Black Dog, á despecho de su herida, pareció decir, con una prisa maravillosa, “pies, para qué os quiero” y en medio minuto le vimos desaparecer tras de la cima de la loma cercana. El Capitán, por su parte, permaneció clavado cerca de la enseña del establecimiento como un hombre extraviado. Poco después pasó su mano varias veces sobre sus ojos, como para cerciorarse de que no soñaba, y en seguida volvió á penetrar en la casa.

—Jim, me dijo, ¡trae rom! y al hablarme se bam-