desasirme, pero el ciego me atrajo poderosamente junto a sí con sola una contracción de su brazo.
—Ahora, muchacho, díjome, llévame á donde está el Capitán.
—Señor, le contesté, bajo mi palabra le aseguro que no me atrevo.
—¡Oh! replicó él con una risita burlona, llévame en el acto ó te destrozo el brazo.
Y así como lo dijo, me dió un apretón tan horrible que me obligó á lanzar un grito.
—Señor, añadí entonces, si no me atrevo, es sólo por Vd. El Capitán ya no es el mismo que era antes. Ahora tiene siempre junto á sí una cuchilla desenvainada. Otro caballero...
—¡Vamos, vamos, en marcha! me interrumpió el ciego, con una voz tan áspera, tan fría, tan ingrata y tan espantable como no he vuelto á oir jamás otra en mi vida. Ella me atemorizó más todavía que el dolor que antes sentí, así es que sin vacilar le obedecí, llevándolo directamente adentro, hacia la sala, en donde nuestro viejo y enfermo filibustero permanecía sentado, entregado á su vicio de tomar rom. El ciego se mantenía apretado á mí, sujetándome como con una tenaza férrea, en su mano formidable, y dejando cargar sobre mí, más peso de su cuerpo, del que yo podía razonablemente soportar.
—Llévame derecho á donde él está, me repitió, y cuando ya esté yo á su vista, grítale: “Bill, aquí esta uno de sus amigos.” Si no lo haces así yo te repetiré este juego; y diciendo esto volvió á retorcerme el brazo de una manera tan brutal y dolorosa que creí que iba á desmayarme. Con una y otra cosa fué tal el terror que