su caña tentaleando, á distancia, sobre la vía por donde marchaba.
Pasóse algún tiempo antes de que el Capitán y yo volviéramos á nuestros sentidos, pero al cabo, y casi en el mismo momento, solté su puño, que todavía tenía cogido; lanzó él una mirada ansiosa á lo que tenía en la palma de la mano y en seguida exclamó poniéndose violentamente en pie:
—¡Á las diez!... ¡todavía es tiempo!
Al decir esto y ponerse en pie, vaciló como un hombre ebrio, llevóse ambas manos á la garganta, se quedó oscilando por un momento, y luego, con un rumor siniestro y peculiar, se desplomó cuan largo era, dando su rostro en el suelo.
Yo me precipité hacia él, llamando á gritos á mi madre. Pero todo apresuramiento era vano. El Capitán había caído ya muerto, acometido por un ataque de apoplegía fulminante.
¡Cosa extraña y curiosa! Yo, que ciertamente no había tenido jamás cariño por aquel hombre, por más que en sus últimos días me inspirase una gran compasión, tan luego como lo ví muerto, rompí en un verdadero mar de lágrimas. Aquella era la segunda muerte que yo veía y el dolor de la primera estaba todavía demasiado reciente en mi corazón.