quiere salirme la respuesta, porque tengo el pensamiento en Dios y en el alma de ese venturado que ya quiere subir a la Gloria... ¡Ay, Gloria, para mí te deseo!... Hoy le traeremos a Su Divina Majestad, y en esta hora solene no está una para que le hablen de pecados ni de...». No acabó la frase. Llamada con fuerte voz por uno de los clérigos, corrió a la estancia... Comprendiendo la inoportunidad de mi visita, presuroso cogí la calle.
Las sesiones parlamentarias me proporcionaron en días sucesivos no pocos ratos de interés. Los Intransigentes armaban grescas cada martes y cada lunes. Una tarde leyó el diputado Bernardo García un pasquín o cartelón que los federales del bronce habían fijado en las puertas de los Clubs y en muchas esquinas. El cartel decía: «Pueblo Soberano: la República peligra. Los diputados de las Constituyentes no tienen valor cívico ni abnegación patriótica para salvar a España. Si hoy mismo no se forma un Gobierno valiente ¡salva tú a la Patria, Pueblo Soberano!». Protestas, apóstrofes duros y espantable chillería.
Días adelante, después de diferentes controversias enconadísimas, de un gran discurso de Pi planteando a las Cortes la cuestión de confianza, de otro discurso de Castelar, de un conato de crisis, y de veinte mil desazones y trapatiestas, los diputados Armentia, Echevarría, Olave, Taillet y otros que no recuerdo, se subieron a las barbas de don Francisco Pi, proponiendo a las Cortes que se de-