Página:La Primera República (1911).djvu/127

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puede usted abrir la boca y no tenerme en el aire, como el zancarrón de Mahoma.

-¡Ay don Tito de mi alma! -exclamó echando un gran suspiro que trajo a mi nariz vapores vinosos-. No puede usted hacerse cargo de la pena que me ahoga. Figúrese... El señor que está en gloria, y yo se la deseo por toda la eternidad, no se ha portado con esta fiel cristiana como era debido. Por los servicios que le presté, cuidándole con tanto mimo como lo hubiera hecho con los hijos de mis entrañas, esperaba yo que lo menos, lo menos que podía dejarme era un par de Cigarrales de los cuatro que en Toledo poseía y que, según dicen malas lenguas, los afanó de una vieja ricacha con quien tuvo que ver... ¡Ay, Dios mío! Mi congoja y amargura por esta ingratitud y esta desconsideración son tales, don Tito, que me paso los días llorando y rabiando, y no encuentro mejor alivio de este sofoco que un par de copitas por mañana y tarde, y de añadidura unos traguitos de caña, que le recomiendo si tiene pesares y rencorcillos que ahogar... Pues verá... Por todos mis trabajos y sacrificios, por todas las porquerías que le limpiaba... y hay que ver, don Tito, lo que es un viejo con los muelles flojos... por la honradez mía en el gobierno de la casa y demás, me ha dejado, ¡pásmese usted!, la cochinada de cuatro mil reales. Cuando lo supe me volé; eché de mi cuerpo el luto; no he vuelto a pisar la casa, ni la parroquia, ni el convento de las monjitas... que son unas bribonas, para que usted