Antes de recostarse en el blando césped para dormir, rodeada de sus ninfas camareras, me dijo así: «Con tales disposiciones a la obediencia, usted y yo iremos muy lejos. Pronto, señor don Tito, llegaremos a donde pueda yo decirle buenas noches y buenos días». Desvelado y en éxtasis, no me cansaba de contemplar el cuerpo ideal de la Diosa, tendido de espaldas cerca de mí. Conque mis brazos tuvieran doble tamaño del natural, hubiera podido llegar a tocarla y darle unas palmaditas en semejante parte.
A poco de emprender la nueva jornada, distinguí a lo lejos resplandor de luces. Los toros apresuraron el paso, lo que me indicó que ellos sentían como yo la comezón de la llegada. A medida que nos acercábamos, advertí el enorme ensanche de lo que habíamos dado en llamar valle. Era ya más bien un campo, y la magnitud de la techumbre exigía grandes soportes de roca, distribuidos con más variedad que orden, torcidos unos, derechos otros, esbeltos o jorobados, simulando gigantes cuerpos en violentas posturas. De ellos arrancaban las desiguales bóvedas en que se fraccionaba la gran techumbre pétrea. Era, en resumen, un recinto muy semejante al de una inmensa Catedral hecha a mojicones y puñetazos. Cuando entramos en él, aprecié su magnitud, advirtiendo que todos los toros y el personal de la caravana tenían allí holgada cabida.
Me desmonté, y acudí por entre cuernos duros y blandas formas de mujer al espacio