yor consuelo mío, amplié la sentencia diciendo, en este mundo y en el otro.
Ni dormido ni despierto, pensé que entraría con pie derecho en Cartago Espartaria si Mariclío me agraciaba con su divina presencia, guiándome con sus consejos y mandatos en aquel laberinto de pasiones ardientes... A Floriana, seguramente la encontraría. ¿Dónde, cuándo? El Destino, a quien sobre esto interrogaba, respondíame con rostro más risueño que ceñudo, que esperase tranquilo el correr de los primeros días... Gocé al fin de un sueño apacible, y al caer de la tarde, me puse en planta, me vestí y arreglé para bajar al comedor. En este había bastante gente, todos hombres, ni una señora por casualidad. Tomé sitio en la cola de la mesa redonda, y comí de todos los platos que me fueron pasando. La conversación de los comensales, era exclusivamente política y cantonal, con rudas vehemencias, y ultrajes al odioso Centralismo.
Como entré a comer de los últimos, quedeme casi solo a la hora de los postres y el café, y entonces se me ocurrió tirarle de la lengua al mozo, que era un chico afable, decidor y ávido de contar más de lo que sabía: «¿Vio usted aquel jovencito, casi sin pelo de barba, con uniforme de coronel de Milicianos, que comía junto a la cabecera? Pues ese es Cárceles...
-¡Cárceles...! -exclamé revolviendo en mis recuerdos-. Ya decía yo que aquella cara no me era desconocida. Ahora caigo...