mi amigo Fructuoso Manrique, a quien no había visto desde la noche que estuvimos en el Club de la calle de Jara.
Observando rápidamente el local, vi cómoda y muebles muy modestos, máquina de coser con obra empezada, y sofá ruinoso, que parecía hermano del que fue suplicio de visitantes en mi casa de huéspedes de Madrid. Sobre él y unas sillas cercanas había vestidos a medio coser. El ornato de las paredes lo componían láminas con vírgenes o santos al cromo, y litografías de toreros, sin marco ni cristal. El examen de la estancia me llevó a presumir la condición de las mozas. ¿Eran costureras, modistillas o qué demonios eran? En una redonda mesita con hule blanco, colocada en mitad de la pieza, vi servicio de café y copas, traído de fuera. «A tiempo has venido, querido Tito -me dijo Fructuoso-. Siéntate, y tomarás café en esta escogida sociedad».
La sílfide que se me puso al lado para llenarme el vaso de café con leche, me dijo: «Señor don Tito, la última vez que nos vimos fue aquella noche... en la estación de Murcia... cuando, al pasarnos del coche de cola al coche de cabecera, le di a usted un pellizco tan fuerte que aún me parece que le estará doliendo. Pues para que me perdone, ahora le diré que mi intención no fue pellizcarle a usted, sino al tío de las fieras, que ya me tenía cargada haciéndome el amor, como si fuese yo pantera o leona. Me equivoqué de nalga, y usted pagó por el polonés.