verme cuando quiera, y fijaremos el día para ese festín. A esta hora me encontrará siempre. Salgo muy poco. Algunas tardes voy de paseo a la calle Real o a San Antón».
Salí aturdido y un tanto desolado. Al atravesar el local de la Escuela para tomar la puerta de la calle, apreté el paso vivamente porque vino a mis oídos, desde los aposentos interiores, la tos clásica y la voz altísona de Doña Gramática. Almorcé sin apetito en la fonda y me lancé a la calle. Errabundo y triste, conforme a mi vieja costumbre, recorrí no sé qué barrios de la ciudad, pues nunca en casos tales precisaba mi descuidado itinerario, y en las inmediaciones del Arsenal me metí por un angosto callejón, donde oí voces risueñas y mi nombre claramente pronunciado.
Por un momento creí escuchar las voces misteriosas, que en noche memorable me guiaron en las calles de Madrid hacia la plazuela de las Comendadoras. Volvime, y en una ventana de piso principal vi tres mujeres bonitas, una de las cuales me llamó con la mano y con estas palabras cariñosas: «Tito, Titín salado, ven acá. ¡Gracias a Dios que te vemos! Sube». Ni corto ni perezoso entré, y por empinada escalera subí al aposento donde estaban las alegres muchachas, cuyas caras no me fueron desconocidas, pues con ellas hice el viaje, a mi parecer subterráneo, desde Madrid a Cartagena. Más que la presencia de las tres sílfides, me sorprendió encontrar entre ellas a