ron en la calle. El General Guzmán nos recibió pálido y descompuesto. Gálvez apoyó su intimación con tan ruda energía, que a los pocos momentos salíamos con una orden firmada para que las fuerzas Centralistas desalojasen los castillos. Desde aquel día quedamos absolutamente dueños de Cartagena. Vamos muy bien. Ahora nos falta que venga Roque Barcia a prestarnos ayuda con su talento macho. Nos falta el hombre que ilumina los entendimientos con su palabra y su filosofía, y aquel estilo sublime con que escribe de Jesucristo y de Dantón, del Papa y de Garibaldi. No ha venido ya, porque el hombre anda mal de bolsillo, y aquí están reuniendo diez mil reales para mandárselos. Es seguro que le tendremos muy pronto acá».
En esto vimos que Graziella, cogiendo del brazo a un hombre que debía de ser Perico, acabado de saltar en tierra, se metió con él a bordo de la Almansa, atracada al muelle. La llamamos y se asomó a la borda. Al mismo tiempo oímos ruido de guitarras y canticios dentro de la fragata. «¿Qué gente va en ese barco? -preguntó Manrique a la moza. -«Para mí -replicó esta riendo- que casi todos los que van aquí son presidiarios». Y Fructuoso siguió preguntando: «¿Perico se embarca también?». Asomó entonces el novio de Graziella, mocetón guapo, todo afeitado, con aspecto de matador de toros, y dijo así: «Yo voy de despensero en la Vitoria, amigo Fructuoso, y llevo mi carabina Berdan por si vienen mal