la entrada y salida de los barcos mercantes y de guerra. Desde allí atisbo también la ciudad, y veo cuanto en ella ocurre. Ya sabes que mi vista es tan larga como mi pensamiento... Algo tendrás tú que contarme, yo a ti también. Ya hablaremos».
En esto se acercó Graziella con un plato lleno de racimitos de aladroque, recién salidos de la sartén, y lo puso en las manos de la Madre. Esta presentó el plato al anciano que a su lado tenía, diciendo: «El primero que ha de catarlo es mi amigo Juan El Cano». Resistiose el ancianito, y Mariclío, echándole cariñosamente un brazo por los hombros, agregó: «Tú, tú por delante. Donde tú estés serás siempre el primero... Querido Tito, acércate a este hombre venerable y besa su mano flaca ya, pero todavía vigorosa. Aquí donde lo ves estuvo en la de Trafalgar».
Saludé al veterano con la veneración que merecía tal reliquia de los tiempos heroicos. Cogido por el viejo el primer abanico de boquerones, todos le secundamos, comiendo con gran apetito y alegría. La Madre me dijo que ya que merendaba con ella, no me soltaría hasta después de cenar. Las comadres y marineros allí presentes dieron broma al anciano por el trabajo que le costaba masticar el aladroque, y alguno se condolió de su extremada senectud.
Revolviose un tanto engallado el viejo, y les dijo: «Ea, no carguen tanto en la cuenta de mis años, pues, gracias a Dios, no he llegado a los noventa. (Risas.) No se rían: