el ángel de tu guarda». Volvime yo entonces hacia doña Penélope, y violentándome para no darle un estrecho abrazo y besar sus mejillas, un poquito pintadas, le dije: «Señora mía, permítame usted que celebre con toda el alma el ascenso de su digno esposo, recompensa justa, mas no correspondiente a sus méritos insignes. Como supongo que usted le acompañará, mi alegría se nubla, pues quisiera poder expresar a usted mi gratitud aquí, día por día...
-No, no; yo no voy. Mi marido puede ir donde quiera; cuanto más lejos mejor -dijo vivamente la señora, acentuando su palabra con guiños y muequecillas que no dejaban duda de sus sentimientos conyugales-. De Madrid al Cielo... Yo no he nacido para provinciana... Aquí tengo mi centro, mis trabajos humildes, y un nombre que no carece de resonancia, aunque me esté mal el decirlo...».
Selló sus labios un alarde de modestia, tan falsa como el rosicler de sus mejillas. Pero don Santos se apresuró a desvirtuar aquella discreción postiza, diciéndome: «Tú habrás leído algunas composiciones de esta señora en La Ilustración Federal. Firma con el seudónimo de Rosa Patria... Y de sus artículos Conciencia libre y La hora del Apocalipsis también tendrás conocimiento».
Aunque era la primera vez que oía citar aquellas creaciones en verso y prosa, yo las alabé hiperbólicamente cual si las supiera de memoria, y ella, volviéndose hacia mí, dando