á mis ojos la convexidad blanda de su pechuga y a mi nariz el perfume barato que usaba, me dijo con tierna voz: «Yo sí que le admiro a usted hace tiempo, señor don Tito. El discurso irónico que pronunció usted en Durango es una pieza oratoria por la que merece el título de Cicerón humorístico. ¡Con qué gracia se burló el orador de aquel público de avutardas católicas y de gansos absolutistas! Cien veces he leído su plan de Imperio Hispano-Pontificio relamiéndome de gusto. Tiene usted mucho talento, señor Tito. Está usted llamado a ser pronto un hombre público eminente al par que ilustre pensador».
Un ratito estuvimos incensándonos mutuamente, cambiando alabanzas, gratitudes y mil floreos empalagosos... Atardecía. Se iba aclarando la piña de los contertulios de don Santos. Uno de los señores graves desfiló, dejando tras sí una estela de necedades sentenciosas; el otro agarró un periódico. Yo aproveché la clara para concertar con mi amigo lo que más me interesaba. Convinimos en que al día siguiente iríamos juntos al Ministerio para que me extendieran la credencial y tomar posesión del cargo lo más pronto posible. En esto la señora se despidió de nosotros. «Tengo que ir -nos dijo- a la tienda de Clement... ahí, calle de Carretas, donde ahora estará, seguro, seguro, mi Rufino comprando las corbatas que quiere llevarse a Badajoz para hacer el pollo en aquella culta ciudad. Hemos quedado en vernos allí: son las cinco. Me temo que si no estoy presente