aquellos aires y aquellos horizontes ¡recristo! se le quitarán esas murrias». No hablo más de estas visitas ni de las que me hicieron Tonete Gálvez, Alemán, don Pedro Gutiérrez, Roque Barcia, Pernas y otros amigos, porque tengo que consignar la que fue para mí más honrosa y grata.
A media mañana se me presentó un día Doña Gramática, compungida y bien abarrotada de locuciones hiperbólicas y laberínticas, ore rotundo, anunciándome, a fuer de solícita embajadora, la visita de la divina Madre. Afortunadamente, no se corrió demasiado en el mensaje, por priesa de sus quehaceres... Partió deseándome la pronta sedación de mi espasmo neuro-imaginativo... Me arreglé un poco, y al cuarto de hora entraron en mi estancia Mariclío y Doña Caligrafía. Vestían ambas de negro, con mantilla, como señoras mayores de la clase media que, al volver de misa, visitaban a un pobre enfermo. La Madre traía un librito como los que usan las señoras cuando van a sus devociones, y la otra dama una caja de cartón, cruzada con cinta roja, que se me antojó regalito de confituras.
El respeto y la emoción me paralizaron la lengua. Tardé un rato en expresar a la divina Señora el gozo que de verla sentía. «Padeces, querido Tito -me dijo ella, sentándose junto a mí y poniendo su mano en la mía- el morbo europeo, la epidemia de la civilización, que la Medicina del día atribuye a los nervios y la de antaño achacaba a los demonios. Entiendo yo que es flaqueza del cerebro, re-