nos». Y en lo hondo del pozo, otra voz subterránea repitió: «Sí, sí; para los republicanos».
Al llegar a la iglesia del Sacramento vi que de la calle Mayor descendían sigilosos, como negros fantasmas, algunos embozados, y se precipitaban en la obscuridad del Pretil de los Consejos. «Estos son masones -me dije- que van a la Tenida de esta noche». En efecto, algunos pasos más arriba me encontré a Nicolás Díaz Pérez, calificado como una de las más altas dignidades entre los Hijos de la Viuda. Nos paramos, y él, desembarazando su boca del embozo, me dijo: «Tú que estás en Gobernación, ¿no sabes lo que pasa en Barcelona? Desde hace días la tropa, pasándosela disciplina por las narices, fraterniza con los federales en cafés y paseos públicos. La plana mayor y jefes, aburridos y sin agallas, no se atreven a imponerse a las clases y soldados. O no hay lógica, o pronto tendremos Cantón Catalán. Adiós, amigo; que voy retrasado y no quiero llegar tarde al Templo. A ver cuándo se decide usted a penetrar en nuestros augustos misterios. Buenas noches, Tito».
No sé qué le respondí, y continué mi camino sin prisa y sin rumbo. Por la calle del Factor me dirigí hacia el Teatro Real. En la plaza de Isabel II me senté fatigado en un banco del jardincillo, frente a una estatua fea que tenía una careta en la mano. Al poco rato, sentí la atracción del lugar histórico y me acerqué a la tienda de cristales junto a la