Costanilla de los Ángeles, que aún conservaba las señales de las balas que unos ridículos demagogos dispararon contra el pobre don Amadeo. Con Obdulia presencié yo el imbécil conato de regicidio. Al día siguiente del suceso, se me apareció Mariclío en la puerta de aquella tienda, y hablando familiarmente con ella tuve el gusto de acompañarla hasta la Academia de la Historia. ¿Dónde estaba la santa y buena Madre? ¿En qué rincones o burladeros escondía su clásica persona? Imposible que dejara de conocer y calificar las turbulencias del terrible año que corríamos, pues para tal oficio y menesteres habíanla dado el ser los altos Dioses. Si andaba por acá, infatigable en su fisgoneo sublime, ¿por qué a su lado no me llamaba, por qué no requería los servicios de su leal muñeco?
Esta idea se posesionó de mi cerebro con tal intensidad, que perdí el gobierno de mi mente y el aplomo de mi andadura. La cabeza se me iba; mis piernas temblaban; no sabía dónde poner los pies, como si el suelo se moviera con ondas semejantes a las del agua agitada por viento leve. En tal estado avanzaba por la calle del Arenal, no muy concurrida en aquella hora, pues había salido ya el público del Teatro de Oriente. Los quiebros que yo hacía y las eses que iba trazando debieron de sorprender a los pocos transeúntes, porque sentí risas burlonas... Indudablemente el suelo se movía, la tierra temblaba; no por oscilación telúrica, sino por tremendos golpes que daba sobre ella el pisar de un