salida de la Puerta de Alcalá, con el pretexto de pasar una revista. A su frente estaba el señor Marina, jefe de la Milicia Nacional por su calidad de Alcalde de Madrid. Vestían estos Milicianos un pulido uniforme semejante al del Ejército, con quepis, correaje blanco y carabinas Berdan. Los más vistosos eran los batallones del Centro y de la Audiencia, y en todos ellos abundaban los empleados municipales. Pronto se vio que los jefes de la Milicia monárquica no se distinguían por sus luces estratégicas, y desde el momento en que se enchiqueraron en la Plaza de Toros su causa estaba perdida.
Las fuerzas del Ejército permanecían en los cuarteles, y aunque se dijo que algunos Generales apoyarían a los Milicianos monárquicos, ninguno de ellos se atrevió a dar la cara. La Guardia Civil no contrarió los planes del Gobernador, y después de las cuatro de la tarde no era difícil vaticinar el triunfo de la República. El Gobierno puso una columna de fuerzas de Infantería, Caballería y Artillería a las órdenes del Brigadier Carmona, jefe de Estado Mayor de los Voluntarios de la República. Don Baltasar Hidalgo, nombrado minutos antes Capitán General de Castilla la Nueva en sustitución de Pavía, transmitió órdenes a parques y cuarteles. Rodaron los cañones por las calles, y... no pasó más. Los enchiquerados de la Plaza de Toros ya no podían dar otro grito que el de ¡sálvese el que pueda!
Agregándome a los voluntarios de Lanuza