En el bullicio del Salón de Conferencias perdí de vista a Estévanez, y metiéndome en los corrillos pude enterarme de lo que en la sesión había pasado. Asistieron los individuos de la Comisión Permanente y casi todos los Ministros. Planteó el debate Echegaray, sosteniendo que la elección de Cortes Constituyentes no debía efectuarse hasta que la legalidad estuviera totalmente asegurada. Con gallarda elocuencia le contestó Salmerón, deshaciendo los argumentos del ilustre matemático. Habló Rivero contra Salmerón. Intervino Castelar, y apenas comenzado su discurso se presentó en la Cámara el Ministro de la Guerra, quien, sin pedir la palabra, increpó la actitud de los batallones monárquicos de la Milicia en la Plaza de Toros. Saltó el Marqués de Sardoal, vociferando con vehemencia desaforada... Pidieron los Ministros que se suspendiese la sesión hasta restablecer el orden... La controversia degeneró en agria disputa, llegándose, no sin trabajo, al acuerdo de interrumpir el debate, mas no la sesión.
Permitidme ahora que, retrocediendo en mi relato, cuente un suceso que a mi parecer iguala en interés histórico al trozo parlamentario que acabo de trasladar a estas páginas. Dudo mucho que uno y otro hecho sean merecedores de pasar a la posteridad; pero allá va el mío, de índole privada, emparejado con el de carácter público. A eso de la una, almorcé en una tasca de la calle de la Visitación judías con salchicha y un vaso