Subí con Serafín por desvencijadas escaleras lóbregas a una estancia asquerosa, cuyas paredes estaban llenas de recortes de periódicos y de toscos dibujos a pluma, fijados con engrudo. Eran retratos en caricatura de mujeres alegres o de actrices despechugadas, feos y groserotes, del peor estilo de aquellos tiempos en que era embrionario el arte de ilustrar periódicos. Por tales mamarrachos no podía yo reconstruir el aire y fisonomía de una persona determinada. Retireme del horrible teatro, dejando a Serafín de San José una propineja para que disfrutase por algunas horas la alegría del beber, y le aseguré que vestiría muy pronto el honroso uniforme de Orden Público.
A escape me fui al Congreso, donde teníamos aquel día elección de Presidente interino y de Mesa provisional. Se me olvidó decir que el 1º de Junio, durante la solemne sesión de apertura, hubo gran desfile de tropas regulares y de Milicias, entremezcladas y confundidas para expresar con mayor realce la fraternidad entre el Ejército y los ciudadanos. Al pórtico del Palacio de las Leyes salieron muchos constituyentes, el Gobierno y el Cuerpo Diplomático. Estruendosos fueron los vítores y aclamaciones, así en los desfilantes como en la muchedumbre que los contemplaba. Una nota desagradable advirtieron algunos en el momento culminante de aquel entusiasmo. Se dijo, yo no lo vi, que ciertos oficiales y voluntarios intransigentes de la Milicia, al aclamar frenética