ranzas. Pero lo más chusco fue que una tarde, atravesando la Plaza de las Cortes para irme a mi casa, vi que hacia mí venía con los brazos abiertos don Basilio Andrés de la Caña. «Este tío viene a estrangularme -me dije sobresaltado-. ¡Dios me valga!». Pero lo que hizo el hombre fue abrazarme con ternura, clamando así: «¡Gracias, gracias, imponderable Tito, el hombre más influyente de estos Reinos... o de estos Cantones! A usted debo mi felicidad; a usted debo mi plaza. Hoy me han dicho que mañana se firmará el nombramiento. Ya veo que Sorní le baila a usted el agua... Otro abrazo... Otro...». La desbordada emoción del financiero me sofocaba; sus apretujones me molían los huesos, y su aliento, que no era fragancia de rosas ni de ámbar, me revolvía el estómago. Quiso acompañarme hasta mi casa; pero le insté a que me dejara solo, y felicitándole con exagerado calor, apreté a correr por la calle de San Agustín.
Pues ahora veréis otro milagro. A la mañana siguiente entró en mi sala de audiencias, mejor será decir despacho presidencial, la bestia de doña Belén, madre de Candelaria. La introdujo Ido del Sagrario, con cierto aire ceremonioso y empaque de Portero Mayor o Sumiller de Cortina. Venía la pobre mujer a darme las gracias por haberse conseguido lo que yo pedí al Ministro de la Gobernación, tocante al chinche de Rufino. Don Francisco Pi me había complacido al instante. Bien se veía que era yo su ojito derecho. No sólo