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246 — La bruja del ideal

Al revés de Verónica en el Albertus dé Teófilo Gautier, yo sentia que la bruja iba á tornarse jóven, hermosa, y por eso la acariciaba, la estrechaba, entregándome á todos los trasportes del más vivo deseo y del amor más sublime.

Jamás en la realidad de la vida, en el termómetro de la pasión, he encontrado un ardor, una vehemencia como la de aquel sér que me oprimía con una fuerza nerviosa y descomunal. Nuestra union era una gimnasia erótica capaz de agotar las fuerzas de un centauro, el apetito de un sátiro y el amor infinito de un querubin.

Cuando estaba en la plenitud del arrebato, y ébrio con la esencia de aquellos ojos, vi que desaparecieron como una luz que se apaga, y me encontré sólo, abrazando las inmundas vestiduras de aquella gorgona extraordinaria. Arrójelas con asco y rabia, que el caso no era para ménos, y entónces, acercándose á mi el negro cíclope de aquel Averno, me presentó la llave que antes trabajaba, y con un largo dedo, que él sólo tendría la fuerza de un robusto brazo, me indicó una puertecita baja y súcia que había en un ángulo de la estancia.

Tomé la llave, me dirigí á la puerta, y como un César,

Llegué, abrí, entré.

Un salón, de cuya magnificencia y belleza no es posible dar idea, se ofreció á mis ojos. No habia en él muebles de formas conocidas. Su ornamentación consistía en una especie de amontonamiento, vago y vaporoso, de colores, objetos, transparencias, planos vistosos, tapices, arañas y cuanto pueda idear un arte sin reglas ayúdado por un lujo sin medida. Suponed todos los objetos más bellos de la tierra convertidos en una especie de mar de arabescos y de líneas, donde, como en la paleta de un pintor, se ven reunidos todos los colores, y la fantasía traza á su antojo formas imaginarias, y apenas tendréis una idea de aquel salón, á cuya descripción renuncio, como se renuncia á todo lo imposible. Sólo diré que los objetos que contenia eran tan impalpables, tan abstractos, si se me permite la frase, que bien revelaban pertenecer aquel recinto á regiones metafísicas, á un país de esos cuyos mapas sólo han dibujado los divinos geógrafos que se llaman poetas ó filósofos.

En el centro, de pié, magestuosa, radiante como Beatriz en el Paraíso, hallábase una mujer de prodigiosa hermosura.

¿Seria aquella mujer la dama de mis eternos amores, la Dulcinea de mi locura? ¿La que, sin conocerla, ni haberla visto jamás, buscaba yo por el bosque?