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La bruja del ideal

de la solidez é insensibilidad de la piedra en aquellos huesos angulosos, en aquellas carnes acartonadas, cuasi metálicas. Sólo la mano de los siglos podria trazar arrugas tan hondas como las de su frente.

Su traje era un monton de harapos que apénas cubrían sus formas, tan destrozados, tan repugnantes, que causaban asco y horror. Hubiérase dicho que, como Cakyamuny, el gran apóstol de Budha, aquella mujer se habia vestido con el traje de un muerto, porque aquellos harapos no estaban sucios, sino podridos. Cuasi se sentia fermentar en ellos los gusanos de la tumba y se percibía el hedor de la podredumbre.

Su deformidad era indescriptible. Aquel rostro parecia reirse de su propia exageracion, avergonzarse de su propia fealdad, asustarse de su propia expresion, cual si se mirase en un espejo. Aquella boca negra y sin dientes, aquella nariz carcomida y sin líneas que la distinguieran, aquellas mejillas hundidas como dos simas, aquellos cabellos encrespados, empolvados y ásperos como la maleza de un campo maldito; aquellas manos crispadas, callosas, negras, cuasi vegetales, pues pudieran confundirse con ramas secas de un árbol abrasado; aquella tez de pergamino bronceado y tomado con el hollin de las edades, todo aquello formaba un conjunto tan extraño, que causaba espanto y admiracion. Era la sublimidad de lo deforme y de lo asqueroso.

¿Era aquella mujer una harpía? ¿Era una mómia resucitada y esperando la consumacion de largas expiaciones? ¿Era el alma de alguna de aquellas esfinges, que cansada de su eterno reposo, salía á moverse por el mundo? ¿Era la guardiana de aquellas regiones sepulcrales? ¿El spiritus rector de aquel mundo? No lo sé; pero aquella figura desde luego revelaba no pertenecer al mundo de la humanidad.

Levantóse encorvada como quien se levanta de una inmovilidad de siglos; vaciló, tembló y se agarró con sus huesudas manos al pedestal de la esfinge con tanto vigor cual si intentase clavar sus uñas en la durísima piedra.

Sin duda alguna era una bruja, ó, por lo ménos, tal era su aspecto. Como en el Macbeth de Shakespeare, cuasi esperaba oirla exclamar:

"All hail, Macbeth, that shalt be king hereafter."

Con una voz, que parecia salir de una caverna, voz débil, temblorosa, pero no exenta de cierta dulzura y armonía, me dijo: