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San Agustín

brar y restaurar, no sin mucha sangre de los enemigos, la república. Admirado Sila del vaticinio, preguntó qué forma ó figura tenía el que se le había aparecido al soldado, y respondiendo éste cumplidamente, se acordó Sila de lo que primero le había referido Ticio cuando de su parte le trajo el aviso de que había de vencer á Mitridates. Qué podrán responder á esta objeción si les preguntamos: ¿por qué razón los dioses cuidaron de anunciar estos sucesos como felices, y ninguno de ellos atendió á corregirlos con sus amonestaciones, ó recordar al mismo Sila las futuras desgracias públicas, si sabían que había de causar tantos males con sus horribles guerras civiles, las cuales no sólo habían de estragar, sino arruinar totalmente la república? En efecto, se demuestra bien claro quiénes son los demonios, como muchas veces lo he insinuado: sabemos nosotros por el incontrastable testimonio de la sagrada escritura, y su calidad y circunstancias nos instruyen en que hacen su negocio porque los tengan por dioses, adoren y ofrezcan votos, que, uniéndose con éstos los que se los ofrecen, tengan juntamente con ellos delante del juicio de Dios una causa de muy mala condición. Después de llegado Sila á Tarento y sacrificando allí, vió en lo más elevado del hígado del becerro como una imagen ó representación de una corona de oro. Entonces Posthumio (el adivino de quien va hecha mención), le dijo: que aquel signo quería dar á entender una famosa victoria que había de conseguir de sus enemigos; por lo que le mandó que sólo él comiese de aquel crificio.

Pasado un breve rato, un esclavo de Lucio Poncio, adivinando, dió voces, diciendo: «Sila, mensajero soy de Belona; la victoria es tuya»; añadiendo á estas palabras las siguientes: «que se había de quemar el capitolio.» Luego que indicó el Ariolo estos presagios y razones tan acomodadas á los proyectos de Sila, se apartó in-