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La ciudad de Dios

luntad suya, á no ser que, manifestando un grave sentimiento que la obligase á darse muerte, diese una prueba sincera de su honradez y pureza: por esto quiso poner á los ojos de los hombres aquella pena con que se castigó, para que fuese testigo de su voluntad á aquellos á quienes no podía hacer una demostración de su conciencia. Tuvo, pues, un pudor inimitable y un justo recelo de que alguno presumiese había sido cómplice en el delito, si la injuria que Sexto había cometido torpemente en su persona la sufriese con paciencia, no procurando la venganza. Mas no lo practicaron así las mujeres cristianas, que habiendo tolerado igual desventura, aun viven; pero tampoco vengaron en sí el pecado ajeno, por no añadir á las culpas ajenas las propias, como lo hicieran, sí porque el enemigo con brutal apetito sació en ellas sus torpes deseos, ellas precisamente por el pudor público fueran homicidas de sí mismas. Y esta conformidad, ¿de dónde les vino? No de otra parte sino de una madura reflexión que les inspira tienen dentro de sí la gloria de su honestidad, que es el testimonio de su conciencia (1), que ponen delante de los ojos de su Dios, y no desean más cuando operan con rectitud ni pretenden otra cosa por no apartarse de la autoridad de la ley divina, aunque á veces procura excusar con poca precaución los escándalos de la sospecha humana.

(1) San Pablo, 1. ep. ad Corint., cap. I. Nam gloria nostra hæc est testimonium conscientia nostra.

TOMO I.