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La ciudad de Dios

os ha quedado lo que no se puede manifestar á los hombres, que es el pudor y el recato. Si no consentiateis con los que pecaron con vosotras, á la gracia divina se le acude con el divino favor para que no se pierda, y á la humana gloria sucede el humano baldón para que no se la estime ni aprecie. En lo uno y en lo otro os podéia consolar las pusilánimes, pues por un lado fuisteis probadas y por otro castigadas, por uno justificadas y por otro enmendadas; pero á las que su corazón, preguntado, las responde que jamás se ensoberbecieron por el bien de la virginidad, ó de la viudez ó del casto matrimonio, y que no despreciaron, sino que se acomodaron con las humildes (1), alegrándose con temor y respeto (2) por la merced que Dios les babia concedido, y no envidiando á ninguno la excelencia de otra santidad castidad igual ó más excelente, antes más bien sin hacer caso de la humana gloria, que suele ser tanto mayor cuanto el bien que pide la alabanza es más raro y singular, habían deseado que fuese mayor el número de éstas que no el que entre pocas fuesen ellas las más ilustres. Tampoco las que fueron tales, si acaso á algunas de ellas lastimó su honra la bárbara licencia, deben acusar ni culpar la divina permisión, ni crean que por esto no cuida Dios de estas cosas porque permite lo que ninguno comete impunemente. De estos pecados, los unos, como contrapeso de nuestros torpes apetitos, se nos relajan en la vida presente y alivian, por oculto juicio de Dios; pero otros se reservan para el último y tremendo juicio, que será patente á todos los mortales; y acaso también estas señoras, á quienes asegura el testimonio de su conciencia de no haberse desvanecido ni engreído por el bien de la castidad, pa San Pablo, ep. ad Rom., cap. XII.

(2) Psplm. 2.

Tomo I.
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