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La ciudad de Dios

te, porque vosotros no deseáis la paz y abundancia de bienes para usar de ellos honestamente, es decir, con sobriedad, frugalidad y templanza, sino para buscar con inmensa prodigalidad infinita variedad de deleites, y lo que sucede entonces es que, con las prosperidades, renacen en la vida y las costumbres unos males é infortunios tan intolerables, que hacen más estrago en los corazones humanos que la furia irritada de los enemigos más crueles. Aquel Scipión, vuestro pontifice máximo, aquel grande hombre, aventajando en bondad á todos los patricios romanos, según el juicio del Senado, temiendo en vosotros esta calamidad, resistía á la destrucción de Cartago, émula y competidora en aquella época del pueblo romano, contradiciendo á Catón, cuyo dictamen era se destruyese, temeroso del ocio y de la seguridad, que es enemiga de los ánimos flacos, y viendo que era importante y necesario el miedo, como tutor idóneo de la flaqueza pupilar de sus ciudadanos; mas no se engañó en este modo de pensar, porque la experiencia acreditó cuán cierto era lo que exponía, pues, destruída Cartago, esto es, habiendo ya sacudido y des terrado de sus ánimos el terror que tenía amedrentados á los romanos, inmediatamente se sucedieron tan crecidos males, nacidos de las prosperidades, que, rota la concordia primeramente con las sediciones populares crueles y sangrientas, después enlazándose unas revoluciones con otras, con las guerras civiles se hizo tanto estrago, se derramó tanta sangre, creció tan insensiblemente la bárbara crueldad de las proscripciones y robos, que aquellos mismos ínclitos romanos que, viviendo moderadamente, temían recibir algún daño de sus enemigos, perdida la moderación y la inocencia de costumbres, vinieron á padecer terribles infortunios, ejecutados por la fiera mano de sus propios ciudadanos; finalmente, el insaciable apetito de reinar,