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La ciudad de Dios

palmente les agrada), no en los cuerpos, sino en las costumbres, el cual cegó con tan obscuras tinieblas los ánimos de los miserables y los estragó con tan reiteradas torpezas, que aun al presente (que será quizá increíble si viniere á noticia de nuestros descendientes), después de destruída Roma, los que estaban infectados de este morbo contagioso y huyendo de él pudieron llegar á Cartago, cada día concurren á porfía á los teatros por el ansia y desatino de ver estos juegos.



CAPÍTULO XXXIII

De los vicios de los romanos, los cuales no pudo enmendar la destrucción de an patria, ¡Oh juicios sin juicio! ¡Qué errror! ó, por mejor decir, ¡qué furor es éste tan grande, que llorando vuestra ruina (según he oido) las naciones orientales y haciendo públicas demostraciones de sentimiento y tristeza las mayores ciudades que hay en las partes más remotas de la tierra, vosotros busquéis aún los teatros, entréis en ellos, os ocupéis en recrear vuestra idea con la ima gen más viva del vicio, y ejecutéis aun mayores desvaríos que antes! Esta ruina é infección de los ánimos, este estrago de la bondad y de la virtud, es lo que temía en vosotros el ínclito Scipión cuando prohibía severamente que se edificasen teatros, cuando examina.


ba en su interior que las prosperidades fácilmente estragarían vuestros corazones, y cuando quería que no vivieseis seguros del terror de vuestros enemigos, porque no tenía aquel celebrado héroe por feliz la Repúbli ca que tenía los muros en pie y las costumbres por el suelo. Mas en vosotros más pudo la ingeniosa astucia