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San Agustín

tos por su esencia evidentes, como si las propusiéramos, no á los que tienen ojos para verlas, sino á los que andan á tientas y á ojos cerrados, para que las toquen y palpen. Pero ¿qué fin tendría la disputa, ó á qué limites habrían de ceñirse las expresiones si hubieramos de contestar siempre á los que nos responden? Porque aquellos que no pueden, ó entender lo que decimos, ó son tan inflexibles por la repugnancia de sus juicios, que aún dado caso que lo perciban no quieren desistir de su tenacidad, responden, como dice la Escritura: «profieren expresiones impías, no cansándose jamás de ser vanos». Cuyas contradicciones, si tantas veces las hubiéramos de refutar cuantas ellos se han empeñado con obstinación en sostener sus errores, ya ves ¡cuán prolije, molesta é infructífera sería esta fatiga. por lo cual ni tú propio (jcarísimo hijo mío Marcelino!) ni los demás, á quienes nuestras penosas tareas serán útiles para conservaros en el amor y caridad de Jesucristo, gustaría fueseis jueces de mis obras: pues los incrédu los echan siempre menos las respuestas, aunque oigan contradecir algún punto que hayan leido, y son como aquellas mujercillas de quienes dice el apostol «que aprenden siempre, y nunca acaban de conseguir la ciencia de la verdad».



CAPÍTULO II

De las materias que se han resuelto en el primer libro.


Habiendo comenzado á hablar en el libro anterior de la CIUDAD DE Dios, que es en cuya defensa (con el divino auxilio) he tomado toda esta obra en las manos; decimos que, en primer lugar, se me ofreció responder con