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La ciudad de Dios

man dioses, esto es, los inmortales y bienaventurados, sino los demonios, á quienes se atreven distinguir solamente con el nombre de inmortales, aunque no con el de bienaventurados, ó, á lo menos, si los dicen inmortales y bienaventurados, es de tal modo, que, sin embargo, los llaman demonios buenos y no dioses sublimados y colocados en lugar elevado, desviados del comercio sensible de los hombres: y aunque esta discusión parezca precisamente controversia de nombre, no obstante, es tan abominable el nombre de los demonios, que en todo caso debemos desterrarle de entre los santos ángeles. Ahora, pues, finalicemos y cerremos este libro, sosteniendo que los inmortales y bienaventurados, de cualquier modo que los llamen (que en efecto son criaturas), no son medianeros para conducir á la inmortalidad y bienaventuranza á los miserables mortales, quienes se distinguen de ellos por dos diferencias, por la miseria y por la mortalidad, y los que son medios (que tienen la inmortalidad común con los superiores, y la miseria con los inferiores, por cuanto son miserables con su malicia) la bienaventuranza que no poseen, más bien pueden envidiárnosla que dárnosla ni procurarla: de estas razones se deduce que no tienen aliciente alguno de consideración que nos puedan representar los afectos y aficionados á los demonios, por cuyo respeto debamos reverenciarlos y auxiliarlos como ayudadores y protectores; antes sí, como falaces y mendaces, debemos evitar su trato y amistad: pero los que los tienen por buenos, y, consiguientemente, no sólo por inmortales, sino por bienaventurados, entienden que deben ser adorados por dioses, sirviéndolos afectuosamente con sacrificios y ceremonias divinas, para conseguir después de su muerte la vida bienaventurada, cualesquiera que sean ellos y cualquiera que sea el nombre que merezcan: estos, digo, que los 479