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LIBRO UNDÉCIMO


CAPÍTULO I

En que insinúa la parte de la obra donde se principian & demostrar los principios y fines de las dos ciudades, esto es, de la celestial y de la terrena.


Llamamos Ciudad de Dios aquella de quien nos testifica y acredita la sagrada Escritura que no por movimientos fortuitos de los átomos, sino realmente por disposición de la alta Providencia (sobre todo lo cual han escrito difusamente todas las naciones del mundo) rindió á su obediencia, con la prerrogativa de la autoridad divina, la variedad de todos los ingenios y entendimientos humanos: porque de ella nos dice «cosas admirables y grandiosas están profetizadas de ti, ¡oh Ciudad de Dios! » (1), y en otro lugar: «grande es, dice el Señor, y sumamente digno de que se celebre y alabe en la ciudad de nuestro Dios y en su monte santo, que dilata los contentos y alegrías de toda la tierra» (2); y poco más abajo, «así como lo oímos, asi hemos visto cumplido todo en la ciudad del Señor de los ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios; Dios la fundó eterna para siem.

(1) Salmo 86. Gloriosa dicta sunt de te, Civitas Dei.

(2) Salmo 47. Magnus Dominus, et laudabilis nimis in Civitate Dei nostri, in monte sancto ejus, dilatans exultationes universæ terræ.