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La ciudad de Dios

no sólo inflel y miserablemente, sino también con descaro. Porque hasta los mismos enemigos confiesan que desde Sión se extendió y esparció la ley de Cristo, que nosotros llamamos Evangelio, y esta es la que reconocemos por vara de su potencia, y que reina en medio de enemigos. Estos mismos, entre quienes reina, lo confiesan bramando y crugiendo los dientes y consumiéndose de envidia, sin que puedan cosa alguna contra ella. Lo que poco después continúa (1): «Juró el Señor y no se arrepentirá de ello»; nos significa que ha de ser infalible é inmutable esto que añade, diciendo (2): «Tú eres sacerdote para siempre, según la orden de Melchisedech». Y supuesto que ya no existe vestigio del sacerdocio y sacrificio, según el orden de Aarón, y por todo el orbe se ofrece bajo el sacerdocio de Cristo lo mismo que ofreció Melchisedech cuando bendijo á Abraham, ¿quién hay que pueda poner duda por quién se explicará así? A estas cosas, que son claras y manifiestas, se reducen y refieren las que se describen con alguna obscuridad en el Salmo, las cuales ya explicamos en los sermones que hicimos al pueblo, cómo se deben entender bien. Asimismo en aquel lugar donde Cristo declara en profecía la humildad de su pasión, dice (3): «traspasaron y clavaron mis manos y mis piés, me cortaron todos mis huesos, y ellos, reflexionando en mi deplorable estado, gustaron de verme así»; con cuyas palabras sin duda nos significó su cuerpo, tendido en la cruz clavado de piés y manos, horadadas y traspasadas con los clavos, presentando así un espectáculo doloroso á cuantos le contemplaban y miraban. Y aun más, añade (4): «dividieron entre sí mis vestidos y so(1) Salmo 109.

Salmo id.

(3) Salmo 21.

Salmo id.