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LA ESTAFETA ROMÁNTICA

das, como en la vida, la muerte viene siem- pre á tiempo, es decir, cuando según nues- tro criterio no debe venir. La oportunidad del morir es siempre contraria á todos nues- tros deseos y previsiones. Sin esta lógica artistica del morir no habría leyendas, ni tampoco vida, la cual también es una gran obra de arte. Falta en la leyenda lo más in- teresante, que yo me atrevo á planear del modo siguiente: Lee: Muerta la señora, es enterrada. Sabedor de ello el caballero, corre á Miranda, y obtenido permiso de la autori- dad, exhuma á la señora: quiere reconocer- la, recoger la carta... ¡Oh, gran Hillo! vieras allí la tristísima escena: abrirse la tierra, en- tregando su secreto; vieras la duda curiosa penetrando cen atrevida mano en el seno de una tumba, para sacar lo que al olvido y á la descomposición pertenecia ya. Todo eso verías tú, si lo vieras. Sale el cadáver, des- pués de tres días de descanso y corrupción, y el caballero le dice: «¿Quién eres? Dame la carta.»>

Ya te oigo preguntándome: «¿Quién era? ¿Qué decía la carta?» No contesto, porque esta segunda parte no es más que una idea, es lo que yo debí haber hecho y no hice ni haré. Desde que he renunciado à la voluntad, no sé dar fin á las leyendas, ni aun siendo tan rea- les como la que te cuento. Me quedo en mis horribles dudas tejiendo con ellas nuevas historias, terminadas siempre en ignorancias que desgarran el corazón, en enigmas que frastornan la mente. Con los libros platico, en