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LA ESTAFETA ROMÁNTICA

recer para siempre en la tierra. Aún nos pa- recia mentira que del primer ingenio de nuestra época no quedase más que aquel despojo miserable. ¡Veintiocho años, Señor, la edad de vivir!... ¡Y verle allí mudo, iner- te; su arte y su pluma enterrados con él!... El primer discurso fué de Roca de Togores, que á todos nos conmovió profundamente: no pude contener mis lágrimas. Algo dijo después en prosa el Conde de las Navas, y en verso Pepe Díaz. Cuando ya se daba por ter- minado el acto, rompió el cerco aquel Mas- sard te acuerdas?, Joaquín Massard, más conocido en Madrid que la ruda, empleado en la Secretaría del Infante D. Sebastián. Pues traía de la mano á Pepe Zorrilla, lo que nos sorprendió mucho, pues si sabíamos que éste había hecho unos versos á la muerte de Larra, pensábamos que eran para El Mundo, no para leerlos en el cementerio.

A Pepe Zorrilla no le conoces. Vino esca- pado de Valladolid después que escapaste tú de la Corte. Es de la estatura de Hartzen- busch, y con menos carnes; todo espíritu y melenas; un chico que se trae un universo de poesía en la cabeza. Verás: temblando empezó á leer; pero al segundo verso su voz no era ya humana, sino divina... Yo le ha- bía oído recitar mil veces; admiraba su voz bien timbrada y dulce; pero aun conocido el órgano, me maravilló la sublime ejecución de aquella tarde. Hace las cadencias de un modo nuevo, con ritmo musical, melódico. Necesitas oirlo para poder apreciarlo... Los