En el tupé de su caballo se encrespaba una piocha de cintas blancas y azules.
Junto á él, en un blanco crinudo — ¡la patrona! Un murmullo se levantó de la concurrencia. Los montoneros se codeaban.
De "color bandera" vestía. Celeste la falda y blanco el corpiño; celeste el polí que formaba su tocado; celeste el cordón de seda de las bridas, celeste la fusta y celestes las crines de su corcel. Una pompa realmente solar la alhajaba, fulgurando en centellas sus dedos excesivamente anillados de brillantes, sus pendientes que goteaban fuego, su collar de perlas que la descotaba en blancuras casi lunares, su tahalí de pedrería, el tisú argentino de su bata y las lentejuelas de oro que recamaban su brial. Y sobre aquel serpenteante relámpago que era su cuerpo, las cocas rubias de la cabellera la aureolaban escapándose del polí como las carrilleras de una gálea imperial. Florecía el regocijo en sus mejillas. Airosa se cimbreaba en los lomos del animal, que con la vibración de su brío la estremecía como á una flor del agua la corriente.
Piafaban ardorosos los caballos de la montonera. Al enfrentarla, la pareja con un breve impulso arrancó al galope. Hasta la punta fueron, sentaron allá los caballos que escarceaban pidiendo riendas — volvieron. Ahuecóse en el giro la pollera de la