grieta que hacheaba el hueso mismo de la montaña, el grupo de jinetes se atería en un estremecimiento de harapos.
Casi todos en mulas, algunos en caballos míseros, resguardadas las piernas por guardamontes de peludo cuero, flojas las riendas, sin mirarse, sin hablarse, esperaban algo.
Los animales trasijados de fatiga, despeados por los pedernales, ensangrentados los encuentros por el monte, empeoraban en lamentable murria. Colgaban sus crines en greñas sobre las agobiadas cervices; en las cambas de los frenos coagulábase con sus babas la herrumbre. Los guardamontes, la carona de cuatro puntas que a la vez batían la paleta y la ijada del animal, el recado y las riendas de cuero crudo, aperaban a éste.
Llevaban los hombres calzoncillo de cordellate hasta la rodilla, chiripá de picote ó cocuyo, camisas andrajosas, sombreros de lana y espuelas de hierro calzadas sobre el desnudo talón.
Unos altos, delgados hasta la enjutez, tenebrosamente cabelludos y barbudos; otros retacones, lampiños, como vientres de tinaja los semblantes; prieta ó cobriza la color de todos. Bajo sus girones resaltaba una pujante topografía de pechos y bíceps. Carne morena curtida a esfuerzo y á sol y relevada como á martillo. Sus ojos de carbón