malvelaban preocupaciones taciturnas. Sobre sus espaldas, el pelo trenzado culebreaba con aspereza silvestre, sin una ceniza de tiempo entre sus hebras.
Las cabalgaduras vaheaban en la nitidez glacial el calor de sus bofes. Asombraba que bestias tan ruines sufrieran semejantes cargas de miembros; pero lo podían y aun dormitaban algunas encogiendo un jarrete. Hombre y bestia amalgamábanse en la mutua afición sin el estorbo de una idea. Nada más que una cosa quería el jinete: correr. Nada más que una cosa sabía el caballo: correr. Y de este modo el caballo constituía el pensamiento de su jinete.
Aquellos hombres se rebelaban despertados por el antagonismo entre su condición servil y el individualismo á que los inducían la soledad, el caso de bastarse para todo que ésta implicaba y el trabajo reducido á empresas ecuestres. El silencio de los campos se les apegaba, y así sus diálogos no excedían de dos frases: pregunta y respuesta. Sus conversaciones limitábanse á algún relato que los oyentes apoyaban con ternos. En las ocasiones graves departían meditando en alta voz. Si discrepaban, el choque de los juramentos antecedía brevemente al de los puñales. Y sólo borrachos reían.